"En diez años he visto cómo la política energética saltaba de un discreto tercer plano a ser algo que adquiría una importancia estratégica y que podría ser tan crucial para nuestro futuro como la defensa", dijo Tony Blair pocos días antes de la cumbre del G8, en Alemania.
No fueron sólo palabras para calmar a los activistas de izquierda que amenazaban con cercar los escenarios dónde se desarrollaría la cumbre. Todo lo contrario, por primera vez los jefes de estado, de países desarrollados, colocaron al calentamiento planetario en las primeras páginas de sus agendas y a la hora de tomar medidas insistieron con una vieja intención: internacionalizar la Amazonia.
¿Porqué? La Amazonia es la mayor floresta tropical del mundo, en su activo cuenta con el 16 por ciento de agua dulce global y, además, le sobran recursos naturales. Pero éste no sería el argumento que útilizaron los gobiernos del G8 para intentar, nuevamente, intervenir suelo ajeno. Según dejaron trascender algunos ministros que participaron del encuentro, los mandatarios más poderosos del mundo se apoyaron en los estudios realizados por expertos en clima, éstos consideran "clave" el cuidado de la floresta.
Es que la inmensa zona verde podría reducir notablemente al calentamiento global que sufre nuestro planeta y mejorar el régimen de lluvias. Ducha y refrigerador son sinónimos de Amazonia, afirman los científicos.
Sin embargo, la argumentación presentada por el G8 no deja de llamar la atención. Por un lado, los países desarrollados hacen bien en agarrarse de los verídicos y alarmantes resultados que arrojan los estudios realizados por distintos organismos internacionales y ONGs, vinculados con el estado del medio ambiente. Pero hasta hace un año atrás, la actitud era otra.
En 1989, cuando se constituyó el Panel Intergubernamental sobre cambio climático, que impulsó la ONU, los grandes emisores de dióxido de carbono crearon, como respuesta, a la Coalición del Clima Mundial (Global Climate Coalition, CGG) que arrojaba dudas sobre la cientificidad del tema y militaba activamente contra la sanción de normas de reducción de los gases del calentamiento.
Igualmente, la idea de intervenir la Amazonia no contó con el respaldo de todo el espectro internacional. Uno de los mandatarios que se opuso terminantemente a la tentativa de intervención es Lula Da Silva, presidente de Brasil. No es casualidad que haya optado por esa opción. Si bien la selva está desperdigada por el territorio sudamericano con 5,7 millones de KM2 -Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam, Guafra y Brasil la comparten-, dos tercios de su extensión (3,2 millones de KM2, un poco más que la superficie argentina) está bajo el control de la administración brasileña.
Lula reconoció los problemas de la selva e instó -más allá del No intervencionismo- a los países más ricos del planeta a que sigan aportando ideas y a que colaboren para salvar a la Amazonía. Sostuvo que una solución inmediata sería la entrega de créditos para sanear la pobreza que sufren los pobladores de la zona, muchos de ellos nativos y lejanos a la civilización, para que abandonen la tala de árboles y otras actividades que perjudican a la floresta.
En esta dirección anunció un vasto plan estatal de protección y control. La ley del cambio climático aumenta las áreas preservadas; establece mecanismos para una explotación económica sustentable para quiénes habitan la región. Y coloca sobre todo a la conservación como una prenda de canje frente al mundo.
En buena hora, Bush y sus socios dieron un giro en su política ambiental y reconocieron el problema que atraviesa nuestro planeta. Disminuir los gases contaminantes es una buena idea. A Europa mal no les está yendo en este sentido. La entrega de certificados de no-emisión de carbono es un éxito en las principales bolsas del mundo, ya movió 30 millones de dólares en 2006, y las alternativas energéticas como los biocombustibles toman más fuerza en los principales mercados.
Pero no es suficiente. Falta un acuerdo claro entre EEUU, China, India y la Comunidad Europea. Estas economías son las responsables del 60 por ciento de la contaminación que sufre nuestro planeta, por lo tanto, no son sus gobernantes los indicados para hacerse cargo, primero, del cuidado de la Amazonia, más allá de los tropiesos de la gestión Lula en la materia. Y segundo, porque la idea de internvenir la región implicá un claro atopello a la soberanía de nueve países latinoamericanos, dueños legítimos de la floresta.
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