jueves, febrero 18, 2010

Adiós querido profesor Kimel


Quiero dejar mi más sentido dolor plasmado en este espacio por la muerte del periodista Eduardo Kimel y, fundamentalmente, transmitir lo importante que ha sido este valiente hombre para los hombres de prensa.
“Muchachos tengan siempre presente que ustedes son trabajadores, eso somos los periodistas”, ésta es una de las últimas frases que le escuche decir a Eduardo en las viejas aulas del Instituto Grafotécnico.
Y eso fue siempre Eduardo un gran trabajador, luchador y defensor de la prensa Argentina y la libre expresión
Kimel fue mi profesor de técnica periodística en el último año de mi carrera, pero por sobre todas las cosas un amigo que me enseñó a sobrellevar los malos tragos de la vida.
Profesional y riguroso con la profesión así era Eduardo con sus alumnos, aunque compartir con él un café, una pizza en la avenida Corrientes era cuestión de casi todos los días para los alumnos del grafo.
El profe falleció a los 57 años de edad en una clínica de Buenos Aires, donde había sido internado por una descompensación relacionada con una enfermedad renal que lo aquejaba desde hacía varios años.
La Secretaría de Derechos Humanos expresó su profundo pesar por el fallecimiento de Kimel, "un ferviente defensor de la libertad de expresión" y destacó la publicación de su libro "La masacre de San Patricio", en el que investigó el asesinato de tres sacerdotes palotinos y dos seminaristas durante la última dictadura militar.
Además, a través de un comunicado, la Secretaría resaltó que "la lucha judicial de Kimel por hacer efectivo el derecho a la información fue decisiva para que durante el año 2009 se convirtiera en ley la eliminación de los delitos de calumnias e injurias, en casos de interés público".
Kimel se desempeñaba desde abril de 2008 como editor de información latinoamericana de la agencia alemana de noticias DPA, en Buenos Aires, después de haber trabajado varios años en la sección Internacional de la agencia Télam, donde se desempeñó con marcado profesionalismo en coberturas tanto nacionales como en el exterior.
En 1989 publicó el libro "La masacre de San Patricio", en el que abordó el asesinato de tres sacerdotes palotinos y dos seminaristas a manos de la última dictadura (1976 a 1983) y en el cual denunció la actuación de las autoridades encargadas de la investigación, entre ellas el juez Guillermo Rivarola.
Seis años después, en 1995, Kimel fue condenado a un año de prisión en suspenso y al pago de una indemnización de 20.000 pesos (por entonces igual a dólares) como culpable de "injuria y calumnia" por una denuncia del juez al que mencionó en su investigación.
"Este proceso fue muy largo pero valió la pena. No por una cuestión personal, sino por lo que tiene que ver con la memoria colectiva. En estos años hubo muchos compañeros que me acompañaron", señaló Kimel en 2007 al presentar su caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que finalmente en 2008 falló a su favor en la apelación que presentó contra el Estado argentino.
En ese mismo ámbito y en esa ocasión, recordó especialmente a su fallecida esposa Griselda Kleiner. "Ella estuvo al lado mío, jamás me abandonó. Era una luchadora social, cordobesa, protagonista del `Cordobazo`", rememoró.
Andrea Pochak, abogada de nuestro colega y compañero, y directora ejecutiva adjunta del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), se mostró muy golpeada al enterarse de su fallecimiento.
"Lamento profundamente esta pérdida. Era un luchador por la libertad de expresión en el país. Su caso deja un gran legado en ese sentido. Era un hombre comprometido con la verdad y con la profesión".
El velatorio se realizó en Acevedo 384, en el barrio porteño de Caballito, y el entierro tuvo lugar en el Jardín de Paz de la localidad bonaerense de Pilar.
Querido profesor gracias por su legado y su amistad, su alumno de Ameghino, del que tanto se reía usted lo recordará por siempre. "Che, Juan, ¿en Ameghino hay autos o se movilizan a caballo? sabia bromear. Adiós Maestro.

Juan Mansilla. (Fuente TELAM)

martes, febrero 09, 2010

América Latina no gira a derecha



Por Luis Bilbao

Es posible hallar en la tragedia de Haití el símbolo de un volcánico desplazamiento de clases y partidos a lo largo del continente, remezón obligado del seísmo que, en 2008, derrumbó el sistema financiero internacional. No es necesario forzar esa misma imagen para señalar que Estados Unidos responde a la ruptura del statu quo hemisférico con el mismo criterio estratégico según el cual Barack Obama envió 16 mil soldados a la isla caribeña. El hecho es que en cada país se observa un realineamiento de dirigencias, partidos y organizaciones sociales. Así, el bicentenario coincide con el inicio de una era signada por el colapso del sistema capitalista y su traducción en el mapa político continental. Las clases fundamentales de la sociedad se deslizan hacia uno u otro ángulo del arco político, la más de las veces de manera inconsciente. Nuevas y antiguas expresiones de las tendencias objetivas que empujan y simultáneamente frenan la dinámica de convergencia regional, traducen por estos días en sus avatares un complejísimo polígono de fuerzas sin resultante predecible. El futuro está, como pocas veces en la historia, a la espera de una formidable prueba de fuerzas entre la irracionalidad y la inteligencia, entre la brutalidad de cenáculos enceguecidos y el acervo más lúcido y generoso de las luchas sociales en los dos últimos siglos.

Dialéctica y desarrollo desigual

Mientras tanto, Unasur, instancia de extraordinaria potencia, fue afectada por el efecto disgregador ya desde fines de 2008, cuando los gobiernos de Brasil y Argentina resolvieron afrontar el colapso capitalista desde la perspectiva del G-20, es decir con la estrategia estadounidense. El Mercosur, paralizado por un conjunto de razones económicas y políticas en el último quinquenio, no sólo no logra consumar la incorporación de Venezuela, sino que es cada vez menos eficiente en su mezquino cometido primigenio: el de instrumento facilitador para el intercambio comercial. El Pacto Andino es ya prácticamente inexistente. La Organización de Estados Centroamericanos, a partir del golpe en Honduras y la victoria derechista en Panamá, está siendo manipulada con un único objetivo: rodear, ahogar y aplastar a Nicaragua. Al margen de otras implicancias, el resultado electoral en Chile afectará adicionalmente a Unasur. Junto con Colombia y Perú, este país conforma ahora un bloque formalmente alineado con Estados Unidos y obrará como Caballo de Troya en el concierto de los 12 países de la Unión de Naciones Suramericanas. Un segundo bloque dentro de Unasur se desgarra entre la toma de distancia frente al guerrerismo estadounidense y la subordinación a sus dictados económicos. Cumpliendo con una ley de hierro del desarrollo histórico, el movimiento convergente que signó la última década se descompone en numerosas tendencias posibles y, a partir de la solución de continuidad en ese proceso, establece las bases para retomar el impulso en un plano superior, seleccionando y redefiniendo a los actores del nuevo momento histórico. No faltan quienes interpretan esta instancia de la dialéctica histórica como un “retorno de la derecha” en América Latina. Craso error, fruto de la confusión entre deseo y realidad, o de concepciones reformistas que, amarradas a la lógica formal, se resisten a asumir lo obvio: la crisis desgarra la sociedad, polariza a las clases, atrapa a dirigentes y partidos y los arroja a un torbellino donde sólo por excepción consiguen afirmarse y orientarse.

Los hechos y la mirada

Pero no se trata de interpretaciones complejas. Se ve a la luz del día que en ningún país de América Latina hay un movimiento de masas con el menor signo de identificación con estrategias contrarrevolucionarias. Todo lo contrario es verdad; al punto que las fuerzas reaccionarias están obligadas a camuflarse con discursos progresistas. Los ejemplos de candidatos que en Venezuela intentaron ganar votos retomando consignas de la Revolución Bolivariana, fueron y serán reiterados por el Departamento de Estado. Esas tácticas impuestas por Washington prueban que los estrategas del imperialismo no estiman que las masas estén girando a la derecha, aun cuando la rémora histórica de confusión, desideologización y desorganización, a menudo las deje inermes frente a maniobras electorales de personas y partidos inescrupulosos. Es verdad que partidos y dirigencias que han podido aparecer como expresiones populares de estrategias progresistas están girando a la derecha. Es verdad también que en tales circunstancias, propuestas travestidas de la ultraderecha pueden lograr circunstancialmente ventaja electoral. Pero no es la superestructura política la que marca el curso de la historia. Ala inversa, la etapa que atravesamos está signada por una radicalización de masas muy profunda en todo el hemisferio, desdibujada acaso por la enorme desigualdad en grado y ritmo en cada país, pero evidente tanto en sus picos de mayor militancia (Venezuela, Bolivia, Ecuador), como en países donde los reclamos sociales no han logrado elevarse al plano de la lucha política pero se expresan, de todos modos, arrastrando imperceptiblemente a quienes se suponen gobernantes y resquebrajando instituciones e instrumentos tradicionales de las clases dominantes.

Fascismo y socialismo

Para salir de esta fase e ingresar en otra donde esté planteado un cambio del sentido histórico en el que marcha América Latina, las burguesías y el imperialismo deben infligirle a los pueblos derrotas aplastantes, estratégicamente decisivas, sólo dables mediante la fuerza militar. Pero he allí otro dato crucial de la etapa: las burguesías no pueden confiar en las fuerzas armadas de cada país para establecer gobiernos de fuerza en choque frontal con trabajadores, campesinos y juventudes. El recurso al que pueden apelar es el del fascismo, entendido en el sentido estricto de esta categoría: organización de sectores de masas para ejercer la violencia contra las franjas más conscientes, organizadas y en lucha de las clases explotadas y oprimidas. Sin duda el imperialismo y sus delegaciones locales están encaminados en esa dirección. Sin duda cuentan con decenas de millones de seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje contra el conjunto social. No es menos evidente que en Honduras se han apuntado un tanto a favor (aunque sería un error calificarlo como triunfo: allí la prueba de fuerzas recién comienza). Yva de suyo que en Chile se revela adónde llevan las políticas reformistas cuando no existe la fuerza suficiente para llegar a las mayorías con una propuesta revolucionaria efectiva. Pero confundir esto con la idea de que en Brasil y Argentina –para tomar dos casos sobresalientes– la estrategia imperialista y/o las expresiones políticas de la ultraderecha local pueden cambiar en esta fase histórica las relaciones de fuerza, al punto de imprimir a estos países un giro a derecha, en franco choque con la marcha emprendida en Venezuela, Bolivia y Ecuador, implica, repetimos, confundir deseos con realidad o mostrar el típico pavor reformista frente a la opción por la revolución, por la necesidad objetiva y perentoria del socialismo. Basta poner el pensamiento en la ceremonia de asunción del nuevo mandato de Evo Morales, el 22 de enero pasado, vencedor con el 64% de los votos, cuando fueron enviados al museo los atributos del poder del “Estado liberal y colonial”, como lo calificó el vicepresidente Álvaro García Linera. Basta ver la radicalización acelerada de la Revolución Bolivariana, respaldada cada día por sectores más amplios de las masas. Basta ver la aceleración de la Revolución Ciudadana y el vigor con que se replantea la organización de una fuerza política de masas en Ecuador. Pero los gobiernos de esos tres países son parte del Alba, desde donde se proyecta hacia toda América Latina y el Caribe (y más allá, mucho más allá, como quedó a la vista en Copenhague), la neta confrontación planteada por una respuesta socialista a la crisis capitalista. Es comprensible que gobiernos y dirigentes atrapados por sus propias vacilaciones y compromisos, amenazados por derrotas electorales o incluso por demandas generalizadas de las masas, agiten el fantasma de una ultraderecha en marcha victoriosa. Pero se trata de un eslabón más en la cadena de la manipulación. Tal rotunda afirmación no habilita al facilismo y mucho menos a la irresponsabilidad: el enemigo es poderoso, brutal, irracional pero a la vez inteligente e implacable. Exige por tanto la búsqueda de todas las formas de frente único. En todo caso, no hay salida sin comprender que América Latina hoy no se desplaza a la derecha. Es que la crisis deja sin respuesta posible a quienes sueñan con reformar el capitalismo. En tales circunstancias los únicos representantes posibles del capital son aquellos dispuestos a asumir sin rodeos, en todos los terrenos, la estrategia imperialista. Yen la misma medida en que no existan fuerzas con raigambre social y definiciones socialistas, queda espacio para aventureros de todo tipo en reemplazo de los partidos que el capital ya no tiene. Incluso los casos donde tales francotiradores den en el blanco se inscriben en una realidad de signo contrario: una etapa de convergencia regional en un plano cualitativamente más elevado, expresada en el Alba, que contiene, supera y proyecta todo lo avanzado mediante Unasur y las demás instancias regionales, a las cuales, lejos de antagonizar, contiene y sostiene como expresiones vivas del desarrollo desigual. Más aún: el programa, la estrategia e incluso la propuesta organizativa del Alba están diseminadas en cada rincón del hemisferio, sin excluir a Estados Unidos.

La derecha chilena capitalizó el desgaste del oficialismo




Consecuencias: el multimillonario Sebastián Piñera obtuvo tres puntos de ventaja sobre el oficialista, Eduardo Frei. La paridad de fuerzas legislativas y el temor a mayores conflictos sociales obligaron al presidente electo a aclarar que no será de derecha y que el cambio de timón será moderado. El cobre estatal, las empresas propias y las relaciones con Venezuela ocuparon las polémicas primeras 48 horas de Piñera.

Cualquier desprevenido caería en una trampa: al próximo presidente de Chile le gustan Violeta Parra y Los Prisioneros; simpatiza con la Democracia Cristiana; en 1988 votó contra la dictadura de Augusto Pinochet; promete castigo para los delitos de lesa humanidad y sostiene que la integración de América Latina debe ir más allá de lo comercial. Pero la realidad no es lo que parece: Sebastián Piñera Echenique no representará a la izquierda chilena. Ni siquiera a la Concertación, la alianza que gobernó el país en los últimos 20 años. El futuro mandatario llega al gobierno como líder de una alianza de derecha que nuclea a las autodefinidas “nuevas generaciones” de la derecha tradicional con ultraconservadores pinochetistas. Piñera alcanzó el 51,61% de los votos en la segunda vuelta electoral celebrada el 17 de enero y le permitió a la derecha chilena retornar al poder y ganar la primera elección de la era pos Pinochet con el dictador ya muerto. La vencedora Coalición por el Cambio agrupa a los partidos Renovación Nacional y Unión Demócrata Independiente. Una encuesta de la consultora Mori reveló en la semana de la elección que la mayor parte de los votantes de Piñera defienden el régimen de Augusto Pinochet y a él lo identifican como “francamente conservador” con una puntuación de 8,9 en una escala en la que 10 es la extrema derecha. A partir del 11 de marzo, el multimillonario, doctor en Economía por la Universidad de Harvard, estará al frente de un Poder Ejecutivo que deberá lidiar con un Legislativo de difícil equilibrio numérico, político e ideológico. La Concertación tendrá 19 asientos contra 16 en el Senado. En Diputados la derecha tendrá 58 escaños, contra 54 de la Concertación. Pero habrá que sumar en el bloque opositor a tres diputados comunistas. Otros cinco legisladores –tres del Partido Regionalista y dos independientes– muy probablemente se sumen a las filas derechistas. Esta paridad de fuerzas legislativas lleva a estimar que el cambio de timón en el Ejecutivo será moderado o, en todo caso, negociado. Más aún, uno de los economistas cercanos a Piñera, Cristián Larroulet, declaró a los medios chilenos que su gobierno “no será de derecha”.

Lo que fue y lo que será

La derrota golpeó duro en la Concertación. Aquella misma noche de la elección, más de medio centenar de jóvenes ocuparon la sede de la Democracia Cristiana para exigir la renuncia de los jefes de esa agrupación y del Partido Socialista, los socios principales de la alianza. Los manifestantes –y buena parte de la población, según encuestas previas a la elección– achacan a la dirigencia que priorizó acuerdos de cúpula antes que la participación de las bases en la toma de decisiones. Ese descontento motorizó la figura de dos candidatos presidenciales escindidos del oficialismo: Marco Enríquez Ominami y Jorge Arrate, quienes lograron 20 y 6% de los votos, respectivamente, en la primera vuelta electoral. Pese a todo, en Chile se le reconoce ampliamente a la ahora derrotada Concertación de Partidos por la Democracia, haber garantizado una compleja transición institucional, política y económica tras la caída del régimen de facto de Pinochet. Si bien la economía se basó en el modelo liberal de la dictadura, con férreo control fiscal, flexibilización laboral y alta desigualdad en el reparto de la riqueza, se lograron una fuerte reducción de la pobreza y otros avances sociales dentro de un modelo de gestión basado en la Constitución Nacional dictada por Pinochet. Según cifras oficiales, el ingreso per cápita de los chilenos pasó de 4.542 a 14.299 dólares en los últimos 20 años; la proporción de pobres bajó desde un 38% en 1990 a un 13% en 2008, la mortalidad infantil bajó de 19 a seis decesos por cada mil nacidos y el déficit de vivienda se redujo desde el 17 al 3% de las familias. Pero ahora el desafío es cómo ser oposición de un gobierno que promete ser moderado, mantener y ampliar los planes sociales vigentes, no amnistiar a los asesinos de la última dictadura y eliminar la pobreza extrema. Es cierto que Piñera no prometió erradicar el modelo educativo de la dictadura, con poca injerencia del Estado Nacional y con fuerte presencia de los capitales privados. Tampoco habló de mejorar los salarios y las precarias condiciones de trabajo de millones de chilenos. Jamás planteó democracia participativa o abrir el debate a sindicatos, organizaciones estudiantiles y agrupaciones ciudadanas. Pero no es menos cierto que tampoco Frei hizo promesas de este calibre. Varios analistas aventuran que algunos legisladores del ala más derechista de la Concertación (mayoritariamente inserta en la Democracia Cristiana) trabajarán en consonancia con el gobierno de Piñera, mientras que los más progresistas (un sector del Partido Socialista y grupos de izquierda escindidos de la Concertación) construirán un espacio capaz de atender las nuevas demandas sociales. Dicho de otra manera, la Concertación quedó en riesgo de colapso de la misma manera que lo está, internamente, cada uno de los partidos que la integran. La llegada de la derecha al gobierno exasperó los ánimos de sectores sociales que ya habían ganado la calle durante el gobierno de Michelle Bachelet. La Central Unitaria de Trabajadores (CUT), emitió un alerta público: “Los empresarios llegaron al gobierno (…) el diálogo y la movilización marcarán la relación”, dijo Arturo Martínez, presidente de la principal organización sindical chilena. También organismos de derechos humanos, sindicatos mineros, estudiantes y docentes –muchos de estos sectores también críticos de la Concertación– coincidieron en que la llegada de la derecha al gobierno es una mala noticia y que la movilización popular será el camino para alcanzar las reivindicaciones demoradas o para frenar un retroceso de lo poco o mucho logrado en 20 años de Concertación.

Relación con los vecinos

En política exterior, las primeras declaraciones de Piñera –ofreció una conferencia a medios de prensa extranjeros– van de lo ambiguo a la confrontación. Opinó que “la integración no significa sólo intercambio de bienes, sino también cooperación política y cultural, e ir abriendo nuestras fronteras”. Pero también consideró que “prácticamente todos los países de América Latina, con excepción de Cuba, se reencontraron con su democracia en la década de los años 1980 o 1990”. El multimillonario cuestionó a La Habana pese a que el presidente de la Asamblea Nacional cubana, Ricardo Alarcón, lo había felicitado por su “victoria clara y neta”. Piñera dijo que él visualiza “dos grandes caminos en América Latina: uno es el que lideran países como Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y tal vez otros, y otro es el que lideran países como México, Brasil, Colombia, Perú y Chile”. Prometió un trato preferencial con los vecinos de Chile: Bolivia y Perú, naciones con las que su país tiene pendientes de resolución conflictos históricos, y con Argentina, “aunque no comparto muchas de las políticas que aplica el gobierno argentino”, aclaró. En la misma conferencia, el próximo presidente de Chile cuestionó al mandatario de Venezuela, Hugo Chávez, “por la forma en que practica la democracia, por el modelo económico y por la forma en que maneja los temas públicos”. Pocas horas después, el presidente bolivariano pidió a Piñera “que se ocupe de resolver los problemas de su país y no se meta con Venezuela”. Aún así, Chávez se resignó: “es imposible que un empresario muy rico esté de acuerdo con una Revolución Socialista”. Si Piñera acepta la invitación de la presidente Bachelet, su debut internacional como mandatario electo será en la Cumbre del Grupo de Río, el 21 de febrero en Cancún, en la que Chile recibirá la presidencia pro témpore. Los ataques de Piñera a Venezuela y Cuba, apenas después de haber sido electo presidente de Chile pusieron incómodo al gobierno de Bachelet. El canciller, Mariano Fernández, le recomendó que “empiece a dar opiniones sobre temas internacionales una vez que esté instalado” en el Ejecutivo.

Desde Buenos Aires, Adrián Fernández