Opciones:dos encuentros presidenciales tuvieron lugar en noviembre con el objetivo de expedirse frente al colapso financiero internacional y su ominoso presagio para el porvenir de la humanidad. El primero, convocado por George Bush reunió al G-20 en el Museo Nacional de la Construcción, en Washington. Citado por Hugo Chávez, el segundo aunó a los países del Alba y sesionó en el salón Ayacucho del Palacio de Miraflores. En la capital del imperio se acordó un documento errático y sin definiciones precisas, excepto el propósito común de restaurar el capitalismo y corregir lo que diferentes mandatarios calificaron como “excesos por falta de regulación”. En Caracas, tras diagnósticos demoledores que expusieron la gravedad de la crisis sistémica y su carácter estructural, se adoptaron medidas económicas y políticas trascendentales, como la creación de una zona monetaria común, la decisión de acabar con la hegemonía del dólar en el comercio internacional y la defensa de la multipolaridad. Si Bush pudo vanagloriarse de atraer a China, Brasil y Argentina a su reunión de potencias imperialistas, la reunión del Alba concluyó con una cena a la cual se sumó el primer mandatario ruso, en nítido esbozo del nuevo mapa político planetario que comienza a dibujar la crisis.
Sería excesivo denominarlo “Ayacucho del siglo XXI”. Pero el espíritu de Antonio José de Sucre, el vencedor de la última batalla contra el imperio español, estaba presente en el Palacio de Miraflores en la mañana del 26 de noviembre, cuando los mandatarios de Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Dominica, Honduras y Ecuador, acompañados por mínimas comitivas, comenzaron un debate inusual en este tipo de reuniones. Tanto, que siete horas después, tras una encendida batalla de ideas, caracterizaciones y propuestas, los jefes de Estado y de gobierno aprobaron la creación de una zona monetaria común y dieron nacimiento al Sucre, moneda de cuenta como instrumento para el intercambio que además denomina al nuevo mecanismo: Sistema Unitario de Compensación Regional.
La III Cumbre Extraordinaria de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América – Tratado de Comercio de los Pueblos (Alba - TCP) no fue uno más de los innumerables encuentros presidenciales de los últimos años. No sólo porque reinó un clima diferente entre los participantes, despojados de formalidades y vaciedades diplomáticas, sino porque en línea con los rasgos que los caracterizan, Hugo Chávez, Ricardo Cabrisas, Evo Morales, Daniel Ortega, Roosevelt Skerrit, Manuel Zelaya y Rafael Correa buscaron y hallaron respuestas a la crisis que sacude al planeta desde una perspectiva no sólo autónoma sino francamente opuesta a la que sostienen los centros imperiales.
Sirena sin voz pero con poder
La verdadera significación de las decisiones del Alba aparece cuando se toma en cuenta el encuentro de presidentes en Washington. Calificar la reunión del Grupo de los 20 como un gesto vano del presidente saliente de Estados Unidos, deja de lado su verdadero objetivo estratégico. La vaciedad del documento final se explica por la imposibilidad obvia de hallar una respuesta clara –mucho menos común– al colapso capitalista. Es discutible sin embargo que el objetivo de los organizadores haya sido emitir una proclama de principios imperialistas. La insólita convocatoria tuvo otro propósito. Y no ocurrió por impulso de un presidente desprestigiado y carente de poder como nunca antes en la historia estadounidense, sino por decisión de los estrategas del Departamento de Estado, que buscaron un objetivo de estricta madera política: impedir que China y América Latina enfilaran hacia la constitución de subsistemas financieros regionales e ingresaran al nuevo escenario internacional abierto por la crisis con líneas de acción independientes de la voluntad y de los intereses del G-7 (Estados Unidos, Alemania, Japón, Francia, Canadá, Italia e Inglaterra).
El canto de la sirena del Dólar ya no tiene capacidad para extasiar a los marineros que acompañan a Ulises en el tormentoso mar de las finanzas desquiciadas. No obstante, todavía gravita lo suficiente para que algunos timoneles desvíen sus barcos del camino a Itaca, para enfilar hacia los mortales arrecifes en torno a la Casa Blanca. El saldo real de la cumbre del G-20 consiste en que China, Brasil y Argentina acudieron al llamado de Bush (los restantes países de este conjunto, sobre todo India, México, Arabia Saudí, Indonesia y Corea del Sur, no entrañan por el momento el peligro de salirse de la órbita de Washington).
En modo alguno el resultado de aquel encuentro fue concluyente en el sentido buscado por el Departamento de Estado. China está condicionada por los efectos gravísimos de la recesión mundial sobre su economía y amenazada como nadie por el eventual colapso final del dólar. Es improbable que la foto de Hu Jintao al lado de Bush garantice que Beijing y Washington recorran a la par el período por venir. Lo mismo vale para Brasil, cuya economía sufre más que ninguna en Suramérica y afronta riesgos extremos a partir de 2009. Lula sonreía incómodo a la diestra del espectro errabundo que ocupa todavía la Casa Blanca. Argentina, por su parte, golpeada doblemente por la detonación de la crisis económica y el debilitamiento político del gobierno por causas de otra naturaleza, garantiza todo menos firmeza tras un rumbo definido.
Esto no puede ocultar, sin embargo, el éxito relativo de los estrategas imperialistas: para observar sólo este hemisferio, a excepción del Alba, ninguna de las instancias regionales se reunieron para tomar cuenta de la crisis y diseñar una respuesta común. La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), formidable conquista reciente en pos de la convergencia suramericana quedó muda y paralizada, tal como le ocurrió al Mercosur, para no hablar de la moribunda Comunidad Andina de Naciones (CAN). En lugar de convocar una urgente reunión de Unasur, Brasilia y Buenos Aires acudieron a Washington. Mientras tanto, los mandatarios de Perú, Chile y Colombia se refugiaron en otra cumbre a la que acudió Bush: la de la Apec (Asia-Pacific Economic Cooperation), reunida en Lima.
¿Reversión de la tendencia?
Después de ocho años en los que una fuerza centrípeta en Suramérica produjo un drástico cambio geopolítico en detrimento del imperialismo en general y del estadounidense en particular, cabe la incógnita: ¿revierte la tendencia y una fuerza centrífuga acentuada por el colapso mundial destruirá las conquistas logradas en lo que va del siglo?
Los crecientes choques por las razones más diversas entre Brasil y Argentina, Ecuador y Brasil, Uruguay y Argentina, Paraguay y Brasil… son indicativos de la gravitación múltiple de fuerzas internas y externas que atentan contra el proceso de unión regional predominante en los últimos años. Como desde estas páginas se remarcó hace mucho tiempo, tras la gran victoria contra el Alca, una contraofensiva imperialista introdujo una cantidad de factores contrarios a la convergencia suramericana. No obstante, la fuerza disgregadora más potente proviene del papel jugado por las burguesías regionales. La competencia por los mercados prevalece y, en mayor medida cuanto más poderosas son las clases dominantes de cada país, alimenta fuerzas de choque interno. Con la irrupción de la crisis mundial, esas fuerzas objetivas se conjugan para arrastrar a gobernantes verbalmente comprometidos con el propósito latinoamericanista. Esta es la encrucijada ante la cual habrá que optar sin demora.
Pesos y medidas
Washington continúa actuando según la directriz estratégica que lo guió durante décadas: hacia donde vaya Brasil, irá América Latina. De allí el llamado al G-20. De allí, también, la trascendencia de la cumbre extraordinaria del Alba. Es obvia la gravitación económica, geográfica y poblacional de Brasil. Con el concurso pasivo de Argentina, ese peso supera largamente al de los seis países del Alba (más Ecuador). Pero la aritmética simple no siempre se lleva bien con la política. Tanto menos con la estrategia. La realidad interna de Brasil, Argentina, México y Colombia –para tomar sólo a los países de mayor peso económico– no conjuga con una orientación que lleve a subordinarse a las necesidades de las metrópolis imperiales. Gobernantes, intelectuales y medios de prensa no parecen haber asumido todavía la magnitud de la crisis que se descargará sobre el mundo entero. Se precipite o no el colapso en el futuro inmediato, la economía mundial marcha hacia una depresión sin precedentes en la historia del capitalismo. Está en ciernes una volcánica transformación política que en diferente grado pero con pareja violencia cambiará el mapa de Alaska a la Patagonia. Los tradicionales aparatos políticos de las clases dominantes –sin excluir a los partidos Demócrata y Republicano de Estados Unidos– saltarán por los aires. El fascismo será el desemboque inevitable de todas aquellas tendencias que rechacen una perspectiva basada en las necesidades de los pueblos.
Es en este cuadro que cobran su verdadera dimensión los acuerdos alcanzados en Caracas por los países del Alba. En la declaración final de la Cumbre queda afirmada la decisión de “construir una zona monetaria que incluya inicialmente a los países miembros del Alba (la Mancomunidad de Dominica participaría en calidad de observadora) y a la República del Ecuador, mediante el establecimiento de la unidad de cuenta común Sucre (Sistema Unitario de Compensación Regional) y de una cámara de compensación de pagos. La creación de esta zona monetaria se acompañará del establecimiento de un fondo de estabilización y de reservas con aportes de los países miembros, con el fin de financiar políticas expansivas de demanda para enfrentarse a la crisis y sostener una política de inversiones para el desarrollo de actividades económicas complementarias”. Los mandatarios presentes aprobaron por unanimidad la decisión de crear “una zona económica y monetaria del Alba-TCP que proteja a nuestros países de la depredación del capital transnacional, fomente el desarrollo de nuestras economías y constituya un espacio liberado de las inoperantes instituciones financieras globales y del monopolio del dólar como moneda de intercambio y de reserva”. Y afirmaron la decisión de “articular una respuesta regional, impulsada por el Alba-TCP, que busque la independencia respecto a los mercados financieros mundiales, cuestione el papel del dólar en la región y avance hacia una moneda común, el Sucre, y contribuya a la creación de un mundo pluripolar”. Desde su perspectiva antimperialista y en dirección al socialismo del siglo XXI el Alba pasó de la palabra a la acción, en claro contraste con el resto de los países. A mediados de diciembre los presidentes de Suramérica volverán a reunirse, esta vez en Brasil. Nada definitivo saldrá de allí. Será un episodio más en la lucha por definir un rumbo. No obstante, allí jugará su destino más de un gobierno. Y se verá con mayor nitidez qué camino toma cada quien en la encrucijada histórica del continente.
Por Luis Bilbao
Fuente: América xxi
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