miércoles, julio 07, 2010
ESTADOS UNIDOS AFIRMA SU PUNTO DE APOYO EN SURAMÉRICA
Riesgos: con una abstención del 60% y el 3,4% de votos en blanco, Juan Manuel Santos ganó la presidencia de Colombia. Estados Unidos renovó su pasaje para monitorear desde un sitio preferencial los pasos que da Suramérica. Pese a las promesas del impulsor de la ampliación de las bases militares que utiliza Washington y ejecutor de la invasión militar a un país vecino, se abre un escenario de delicado equilibrio en la región, en el que Ecuador, Venezuela y Brasil no podrán darse el lujo de flaquear en los próximos meses.
“Aspiro a trabajar de la mano con los países vecinos para desarrollar una agenda conjunta de cooperación e integración en todos los frentes. En las relaciones conflictivas hay dos alternativas: mirar con amargura hacia el pasado o abrir caminos de cooperación hacia el futuro. Los invito a abrir caminos por el bien de nuestros pueblos”.
Juan Manuel Santos dedicó dos minutos de los 35 de su discurso en la noche del 20 de junio, cuando se consagró presidente electo de Colombia, al conflicto geopolítico más intenso que vive el continente americano. La invitación a “los gobiernos vecinos” (en referencia a Ecuador y Venezuela) incluyó, además, la promesa de que su gobierno será “un aliado” de América Latina y que “la diplomacia y el respeto serán el eje de nuestras relaciones”.
La historia dirá que Santos llegó a la presidencia de Colombia en segunda vuelta electoral con el 70% de los votos, casi 40 puntos más que su rival, Antanas Mockus. Y que su cosecha electoral fue superior en un millón y medio de votos a la del mismísimo álvaro Uribe. Pocos repararán en que apenas el 40% de los colombianos fueron a las urnas para consolidar la democracia representativa (fue la segunda abstención más alta de la historia para una segunda vuelta). O que los votos en blanco totalizaron un 3,4%, el mayor porcentaje de la historia del país.
El mundo, y en especial los países de la región, “pueden estar seguros de que en mi gobierno encontrarán un aliado, y un socio comprometido con lograr el desarrollo y mejorar la calidad de vida de nuestra gente (…) Quiero que los habitantes de América Latina tengan una región más unida en la generación de prosperidad y bienestar, más solidaria en lo social y más segura en lo económico” (…) Después de 40 años de estar a la defensiva esperamos asumir el liderazgo que nos corresponde”, dijo el próximo mandatario colombiano. Estos conceptos reafirman el punto de partida de un camino que no admitirá dudas ni tropiezos de los países de la región. Santos demostró con creces cuán volátil es su agenda en temas de cooperación con los países de Suramérica.
El futuro presidente colombiano asumirá el 7 de agosto. Tres días después cumplirá 59 años. Es hijo de una de las familias aristocráticas del país, dueña del más importante medio de comunicación impreso de Colombia, el grupo editorial El Tiempo, cuyo paquete accionario controla sin embargo el grupo español Prisa. En 1991 fue ministro de Comercio Exterior del entonces presidente César Gaviria y en 1998 fue ministro de Hacienda del Gobierno de Andrés Pastrana. En 2004, se distanció del Partido Liberal, respaldó a Uribe y fue uno de los creadores del Partido Social de la Unidad Nacional (Partido de la U), la fuerza política que obtuvo la mayoría de los escaños en las legislativas del pasado marzo y que ahora lo llevó a la presidencia del país.
Santos contó para esta segunda vuelta con el apoyo de importantes sectores del Partido Liberal, Cambio Radical y el Partido Conservador. Esta alianza, llevada al Congreso colombiano, implica que su gobierno controlará más del 80% de los legisladores.
Viejas grietas en el camino
Con Santos terminan dos períodos de gobierno de álvaro Uribe, caracterizados por una manifiesta vocación de desintegración regional. Renegó cada vez que pudo de sus vecinos, de los gobiernos de izquierda y de las políticas de unidad que, con matices, se consolidaron en los últimos años. Santos y Uribe pusieron a Suramérica al borde de una guerra. El tándem quedó prácticamente aislado de los gobiernos de la región, pero supo explotar al máximo su alianza con Estados Unidos. En eso, como en otras cosas, Santos es Uribe con otro nombre.
Cuando fue ministro de Defensa, entre 2006 y 2009, Santos ordenó la ejecución de la Operación Fénix, mediante la cual las Fuerzas Armadas invadieron por aire y tierra el territorio ecuatoriano. El operativo, ejecutado el 1º de marzo de 2008, atacó, sin permiso ni aviso, un campamento temporal de las Farc en la población de Sucumbíos, en el que murieron 25 personas, entre ellas cuatro estudiantes mexicanos y un ciudadano ecuatoriano.
Este caso fue denunciado por Quito como una violación a su soberanía y desembocó en la ruptura de relaciones, que hasta ahora sólo han sido retomadas a nivel de encargados de negocios. Santos fue procesado por la justicia ecuatoriana por este hecho.
El canciller ecuatoriano, Ricardo Patiño, calificó como un gesto de buena voluntad las palabras de Santos como presidente electo y destacó su propuesta de propiciar y favorecer la integración regional y mejorar las relaciones bilaterales.
En los días previos a la segunda vuelta electoral, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, advirtió que dará “una respuesta militar inmediata” a Colombia si este país realiza un nuevo ataque como el ocurrido en 2008. “Respetaré la decisión soberana del pueblo colombiano”, dijo Correa en referencia a un triunfo del ex ministro, como finalmente se dio. Pero “si se produce una repetición de lo ocurrido en marzo de 2008, habrá una respuesta militar inmediata”. Santos, además, se ha manifestado orgulloso del ataque ejecutado contra Ecuador.
Otra frontera caliente en la región es la que comparten Colombia y Venezuela. Aunque el intercambio doméstico de mercancías es ajeno a esa división política entre dos naciones, el comercio y la economía sufren las consecuencias de la política de Bogotá. La caída del comercio entre ambas naciones se ubica entre el 70 y el 80%. Además, se estima que a lo largo de la frontera común viven más de 600 mil desplazados colombianos, víctimas de la violencia interna. Venezuela “congeló” sus relaciones en agosto del año pasado después de que Bogotá firmara el acuerdo militar con Estados Unidos que motorizó el propio Santos. Esta acción diplomática, ordenada por el presidente Hugo Chávez, fue el corolario de una serie de desencuentros con el gobierno de Uribe, en el que el ex ministro de Defensa siempre tuvo un rol destacado.
Apenas confirmado el triunfo de Santos, el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela emitió un comunicado en el que transmitió “su felicitación por la victoria obtenida al señor Juan Manuel Santos, presidente electo, a quien le augura éxitos en el ejercicio de su nueva responsabilidad”. La nota agregó que “el gobierno revolucionario de Venezuela estará muy atento, no sólo a las declaraciones de los voceros del nuevo gobierno, sino a los hechos que vayan perfilando el tipo de relaciones que pueda ser posible llevar con sinceridad y respeto con el gobierno electo”.
Uno de los primeros presidentes de América que se expresó públicamente apenas conocido el triunfo de Santos fue el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva: “sé de antemano que encontraré en Santos toda la disposición de contribuir con el fortalecimiento de Unasur como instrumento de paz, de cooperación y de desarrollo de la región”.
Desde la firma del acuerdo entre Colombia y Estados Unidos, en agosto del año pasado, hasta esta segunda vuelta electoral, poco y nada ha pasado en las relaciones entre Bogotá y los gobiernos de Suramérica. Una especie de valle se abrió entre los picos más altos de tensión. Como él mismo lo dijo, Santos llega al Ejecutivo con la promesa de una agenda común con los países de América Latina, pero serán las circunstancias las que marcarán los tiempos, los alcances y las buenas intenciones de esos juramentos.
Si hay un instrumento que impidió a Estados Unidos avanzar, a través de Uribe y Santos en su estrategia para Suramérica en los últimos años, fue la rápida reacción de los países de la región para unirse frente a las amenazas. Uribe no pudo dar más de lo que le dio a Washington porque una respuesta sólida se lo impidió. Con Santos en el gobierno, el “empate” de los últimos meses podría romperse. Frente al seguro intento de Estados Unidos de volver a echar mano a su aliado, las inminentes elecciones en Brasil y Venezuela pondrán en juego mucho más de lo que se dirime dentro de sus propias fronteras.
Desde Buenos Aires, Adrián Fernández.
Revista América XXI
viernes, julio 02, 2010
G-20, AJUSTE, GUERRA Y MANIPULACIÓN
Ni las formas se guardaron en Toronto: antes del G-20 se reunió el G-8. Y para que nadie dude, invitaron al saliente presidente álvaro Uribe. Washington premió al fiel servidor que le entregó Colombia para instalar bases de guerra apuntadas a la región. Ante el testigo mudo los jefes imperialistas trataron lo importante. Luego llevaron las conclusiones a la mesa de sus subordinados. Aparte la hojarasca, el G-8 acordó un objetivo: continuar la marcha belicista contra Irán y Corea del Norte; fortalecer el cerrojo militar contra América Latina.
Si la reunión de los 8 fue para amarrar sus puntos de acuerdo, horas después, ya en el escenario del G-20 (más cinco invitados: España, Holanda, Vietnam, Etiopía y Malawi), las potencias imperiales exhibieron las contradicciones que los enfrentan. Y se hizo evidente que Washington ya no es la voz inapelable. Para explicar el choque entre la Unión Europea y Estados Unidos los medios de difusión (y algunos mandatarios) se aferraron a una falacia: debate ideológico entre neoliberales empeñados en un ajuste fiscal y neokeynesianos abogando por políticas de intervención estatal.
No es la ideología lo que rige la marcha de la economía mundial. La UE no se opone por razones teóricas a mantener y acrecentar los déficits fiscales de sus componentes, sino porque el desbalance de sus cuentas lleva al colapso bancario. Eso arrasaría al euro y pondría en riesgo la existencia misma de la UE. Washington necesita demoler a su principal adversario en la disputa por el mercado mundial. Necesita igualmente de la reactivación europea, porque para evitar su propia recaída en recesión debe mantener el flujo de las exportaciones estadounidenses al viejo continente.
Es jugar con fuego. Las consecuencias del eventual derrumbe europeo golpearía como un tifón a Estados Unidos. Pero la Casa Blanca parece haber concluido que no hay precio de saldo en esta crisis. Y aunque sea irracional, busca exorcizar el fantasma de la depresión empujando al abismo a su socio-enemigo de mayor envergadura. En un plano subordinado, cuenta también el choque entre la voracidad del capital bancario y la producción primaria e industrial: con las famosas derivativas la especulación llegó a límites inauditos. La reforma lograda por Barack Obama trata de acotar ese fenómeno con más controles. Pero el desenfreno especulativo proviene de la imposibilidad de obtener tasas de ganancias adecuadas en la producción y el comercio. Y esa imposibilidad resulta de la competencia, la tecnificación y la sobreproducción; no de funcionarios desavisados, incapaces de ver pasar un rinoceronte por sus oficinas. La especulación fue el único refugio temporario del capital en crisis. La pugna por ver si es más progresista tasar las transacciones financieras o defender mayores impuestos al comercio es apenas un toque farsesco en la tragedia.
Malestar de masas en Estados Unidos
Otro factor cuenta para explicar la conducta de Washington: el creciente descontento interno. Se multiplican signos de que las clases medias y los trabajadores –desocupados o amenazados con el despido– comienzan a actuar de modo tal que se suman como factor de inestabilidad. Si al desempleo neto se suma a quienes involuntariamente trabajan 20 hs semanales o menos y a quienes han desistido de buscan empleo, la cifra llega al 20%. En algunas regiones, estos guarismos se duplican. Ya en el período previo a la asunción de Obama la clase dominante mostró que Estados Unidos bordeaba una crisis política. Obama no tiene el piso firme bajo sus pies. Ahora se ensancha la base del conflicto potencial. La existencia de una nación latinoamericana con 50 millones de habitantes en el seno de aquella sociedad, y el fenómeno de radicalización en curso en el hemisferio Sur del continente, con el Alba como bandera, tiene en vilo a los estrategas de la Casa Blanca. En cambio la UE se aferra a la Confederación Sindical Internacional, que a través de poderosos sindicatos y partidos reformistas regula hasta el momento la ira de las masas europeas. Para ajustar su labor de muleta imperial la CSI se reunió también en Canadá antes del G-20.
En suma, la disputada declaración final de Toronto llegó a un consenso: “reducir el déficit a la mitad para 2013”. Quedó atrás el acuerdo de Pittsburgh, cuando por unanimidad se llamó a alentar el giro económico desde las arcas fiscales. En cambio se ratificó la decisión firmada por todos en encuentros anteriores, de someter el sistema financiero en cada país a una mayor supervisión. Claro que el ajuste “debe ser a la medida de las circunstancias nacionales” de cada país. Se trata de “impulsar políticas de reducción del gasto público que no dañen el crecimiento”. Retórica al servicio del ocultamiento y la mentira: el anfitrión canadiense Stephen Harper recibió a sus invitados anunciando que “la recuperación sigue siendo extremadamente frágil y los riesgos son reales”. El choque entre la UE y Estados Unidos deja al imperialismo sin estrategia conjunta. Analistas serios del capital concluyen que aumenta el riesgo de “un colapso descoordinado”.
La operación de relaciones públicas realizada en Toronto el 26 y 27 de julio costó 1.200 millones de dólares. Irracionalidad llevada al paroxismo. Pero tuvo su fruto: lograron ocultar que la estrategia imperialista, en ese punto unificada, es avanzar por el camino de la guerra. En 2008 el G-20 evitó el desplazamiento de países claves hacia instancias alternativas. Ahora, la incapacidad de Estados Unidos para hegemonizar el bloque abre una nueva posibilidad: al menos dos países latinoamericanos podrían revisar su orientación y sumarse a la principal tarea de la hora: detener la locura belicista del capitalismo encarnada en la Casa Blanca. La historia los observa.
Por Luis Bilbao.
Revista América XXI
Si la reunión de los 8 fue para amarrar sus puntos de acuerdo, horas después, ya en el escenario del G-20 (más cinco invitados: España, Holanda, Vietnam, Etiopía y Malawi), las potencias imperiales exhibieron las contradicciones que los enfrentan. Y se hizo evidente que Washington ya no es la voz inapelable. Para explicar el choque entre la Unión Europea y Estados Unidos los medios de difusión (y algunos mandatarios) se aferraron a una falacia: debate ideológico entre neoliberales empeñados en un ajuste fiscal y neokeynesianos abogando por políticas de intervención estatal.
No es la ideología lo que rige la marcha de la economía mundial. La UE no se opone por razones teóricas a mantener y acrecentar los déficits fiscales de sus componentes, sino porque el desbalance de sus cuentas lleva al colapso bancario. Eso arrasaría al euro y pondría en riesgo la existencia misma de la UE. Washington necesita demoler a su principal adversario en la disputa por el mercado mundial. Necesita igualmente de la reactivación europea, porque para evitar su propia recaída en recesión debe mantener el flujo de las exportaciones estadounidenses al viejo continente.
Es jugar con fuego. Las consecuencias del eventual derrumbe europeo golpearía como un tifón a Estados Unidos. Pero la Casa Blanca parece haber concluido que no hay precio de saldo en esta crisis. Y aunque sea irracional, busca exorcizar el fantasma de la depresión empujando al abismo a su socio-enemigo de mayor envergadura. En un plano subordinado, cuenta también el choque entre la voracidad del capital bancario y la producción primaria e industrial: con las famosas derivativas la especulación llegó a límites inauditos. La reforma lograda por Barack Obama trata de acotar ese fenómeno con más controles. Pero el desenfreno especulativo proviene de la imposibilidad de obtener tasas de ganancias adecuadas en la producción y el comercio. Y esa imposibilidad resulta de la competencia, la tecnificación y la sobreproducción; no de funcionarios desavisados, incapaces de ver pasar un rinoceronte por sus oficinas. La especulación fue el único refugio temporario del capital en crisis. La pugna por ver si es más progresista tasar las transacciones financieras o defender mayores impuestos al comercio es apenas un toque farsesco en la tragedia.
Malestar de masas en Estados Unidos
Otro factor cuenta para explicar la conducta de Washington: el creciente descontento interno. Se multiplican signos de que las clases medias y los trabajadores –desocupados o amenazados con el despido– comienzan a actuar de modo tal que se suman como factor de inestabilidad. Si al desempleo neto se suma a quienes involuntariamente trabajan 20 hs semanales o menos y a quienes han desistido de buscan empleo, la cifra llega al 20%. En algunas regiones, estos guarismos se duplican. Ya en el período previo a la asunción de Obama la clase dominante mostró que Estados Unidos bordeaba una crisis política. Obama no tiene el piso firme bajo sus pies. Ahora se ensancha la base del conflicto potencial. La existencia de una nación latinoamericana con 50 millones de habitantes en el seno de aquella sociedad, y el fenómeno de radicalización en curso en el hemisferio Sur del continente, con el Alba como bandera, tiene en vilo a los estrategas de la Casa Blanca. En cambio la UE se aferra a la Confederación Sindical Internacional, que a través de poderosos sindicatos y partidos reformistas regula hasta el momento la ira de las masas europeas. Para ajustar su labor de muleta imperial la CSI se reunió también en Canadá antes del G-20.
En suma, la disputada declaración final de Toronto llegó a un consenso: “reducir el déficit a la mitad para 2013”. Quedó atrás el acuerdo de Pittsburgh, cuando por unanimidad se llamó a alentar el giro económico desde las arcas fiscales. En cambio se ratificó la decisión firmada por todos en encuentros anteriores, de someter el sistema financiero en cada país a una mayor supervisión. Claro que el ajuste “debe ser a la medida de las circunstancias nacionales” de cada país. Se trata de “impulsar políticas de reducción del gasto público que no dañen el crecimiento”. Retórica al servicio del ocultamiento y la mentira: el anfitrión canadiense Stephen Harper recibió a sus invitados anunciando que “la recuperación sigue siendo extremadamente frágil y los riesgos son reales”. El choque entre la UE y Estados Unidos deja al imperialismo sin estrategia conjunta. Analistas serios del capital concluyen que aumenta el riesgo de “un colapso descoordinado”.
La operación de relaciones públicas realizada en Toronto el 26 y 27 de julio costó 1.200 millones de dólares. Irracionalidad llevada al paroxismo. Pero tuvo su fruto: lograron ocultar que la estrategia imperialista, en ese punto unificada, es avanzar por el camino de la guerra. En 2008 el G-20 evitó el desplazamiento de países claves hacia instancias alternativas. Ahora, la incapacidad de Estados Unidos para hegemonizar el bloque abre una nueva posibilidad: al menos dos países latinoamericanos podrían revisar su orientación y sumarse a la principal tarea de la hora: detener la locura belicista del capitalismo encarnada en la Casa Blanca. La historia los observa.
Por Luis Bilbao.
Revista América XXI
Suscribirse a:
Entradas (Atom)